Memoria histórica es mucho más que eso...

martes, 15 de enero de 2013

EL TREPIDANTE FRUFRÚ DE LA NOCHE,

Ha ya para un lustro, concibo, brete arriba brete abajo, si la memoria no me traiciona y las cuentas no me fallan, que frecuento este garito. No sé porque a la gente formal – entre quienes, por supuesto, me incluyo – le gusta esta laya de antros lóbregos y cochambrosos con aspecto prostibulario, si lo que pretende es pasar de un modo u otro desapercibida. Será que la formalidad difiere de la malquerencia esto así, un apenas de nada: lo que una pulga y un piojo huelgan por el ojo del culo de la aguja. La verdad es que el cuchitril se las trae. La atmósfera, al menos, no pasa, que digamos, desapercibida a nadie de la parroquia; ni a ninguno de los Curiosos Espontáneos que por fortuna la descubren los deja en modo alguno indiferentes. Aquí las apariencias rezuman por doquier, el escaparate está siempre puesto ahí efectivamente a posta y las nenas lucen, se exhiben, tiran de sus mejores ademanes, postines y composturas con las que llamar la atención de los muchos ejecutivos que por aquí se dan el pego, también; figiendo, quizá, a la vez que son requeridos al teléfono “a intervalos más o menos regulares” – ésta última me la propinó el bueno, el tristemente malogrado Stieg Larsson –, cerrar este y el otro trato o negocio; cuya operación le va a reportar serios dividendos. ¡Ahí va! Y yo que me chupo el dedo. Y uno que se cayó de un guindo. Allá y cada quien con su filigrana, el chanchullo o trapicheo, así se la machaquen con una piedra. Y tanto. Pues, decía, en eso que mira uno en derredor y ve mucho cantamañana, mucho papanatismo a pata ancha, eso sí, pero poquísima, muy poca guita contante y sonante. Será por ello, a saber, que lo lleven mejor la lacra esta de la crisis nuestros vecinos del norte: porque son más dados a pagar con plástico que con dinero efectivo. Vaya a ser eso, quienquita, el porqué a tales notas se les note menos dicha cangrena; ¡helo ahí, no más, el cante que damos sin apenas querer, sin remilgos ni vaselina alguna! El caso es que aquí, a este bareto, venimos todos a lo mismo: a postimear por el módico precio – un auténtico chollo con los tiempos que corren – de un euro el Martini, uno cincuenta la clara, e ídem de ídem por un café o una caña a presión – cuya abuso genera depresión, eso por descontado –; aderezado el conjunto todo con un pequeño gran detalle: un apetitoso mixceláceo de pinchos varios, cortesía de la casa. Aunque haya quien, contra natura, de malagradecidos está el infierno lleno, ni los pruebe casi. Primero porque, cuando el ámbito está saturado y los clientes ocupan los altos encimeros redondos, el bar arracimado, se apretujan los unos contra los otros; contra las mesas bajas que bien pueden ser las más adecuadas para yantar, el vaho y la consiguiente escupitina del tumulto que efectivamente asperja los canapés, las bandejas con los pinchos allí expuestos y las placas destapadas – estilo compadre – que remiendan la contingencia y hace las veces de aparador, no a todo el mundo se le ocurriría ingerir el género sin antes habérselo pensado dos veces requetebién. Por cuya razón, sobre decirse, hay quienes declinan el tal sugerente ofrecimiento. Lógico, en gran medida. Cualquiera no. Es que “lo que no puede ser no pueder ser y además es imposible” , que dijera aquél entrañable comentarista deportivo. No procede estar ahí toda la peña, todo el gallinero salivoso – como suelo llamarlo – dándole al pico sobre la comida. Hombre, por el amor de Dios y la Virgen Santísima, con dos avalistas...Y en segundo lugar – vaya a ser este el motivo de que Diego, quien asimismo viene a sumarse a quienes declinan la invitación del frugal tentempié – tampoco procede que trastejen por los rincones, por los vericuetos más propicios para ellas y hasta muy solícitas, insolentes y visibles sobre la propia barra, semejentes huéspedas: las muy insignificantes pero viscosas y repeludas cucarachas. Alguna que otra que también se exhibe en público. ¡Qué no habrá en la cocina! Aunque bien mirado, no dejan de ser minucia, bichitos pitiminí. En mi tierra, sin ir más allá, suponiendo – que ya es mucho suponer con la que cae – que usted se agencie una escapada relámpago a cualquier complejo turístico, hotel, apartamento o quinta de reposo equis, de los que por allá se estilan a punta de pala, no deje – ni harto de ron – de ejercer su perfecto tajante privilegio como cliente genuino y esencial, de pedir la suya. ¡Solicítela! ¿Que qué? Está claro. La correspondiente cucaracha a que todos, sin excepción ni coste adicional alguno, tienen derecho sí o sí. Cuya calurosa bienvenida fijo resultará la mar de entrañable, apenas abra la puerta de su inminente frugal estancia y se familiarice con ella. ¡Ah, cuánta terneza! Caso contrario, insisto, no deje de pedir la hoja de reclamaciones o procurar hacer valer su cobertura legal con aplomo ante el director, consejero delegado, jefe de sección, gerifalte, gerente o mandamás oportuno. Allá, en mi tierra, clima tropical, idóneo a todo hábitat o biocenosis terrígena, he ahí el porqué, procuramos ofrecer la misma grata acogida a todo quinqui, sin discriminación alguna.
 - Mira Diego – dígole el día de autos, y luego veremos cuán a propósito viene la etiqueta –, ya sé que eres un poquito tiquismiquis, grosso modo distinguido y refinado, que te estás aplicando rotunda e irremisiblemente tu propia ineluctable eutanasia a base de tanto whisky a palo seco, aún siendo así, lo que eres y representas, de buena cuna y alta estofa y tales y cuales; esas sus buenas maneras suyas de usted que adquirió en el Escorial, con los jesuitas, pero debieras, no sé, allá tú, picar algo. Mal que bien...
 - Me ninguneas – dice, comedido, apantallando, la mano frente la boca, fuera a dejarme grogui su acuciante alitosis –. Me vituperas y me vilipendias y me injurias y me ofendes y me ultrajas y me calumnias, con ese tu modo empingorotado de estar.
 Diego es, en efecto, lo que queda del vestigio que fue. Lo que se deduce, no tanto por el lenguaje rico y reponedor con que reafirma su urbanidad, como por el tacto, la delicadeza con que se cubre la boca con tal de no violentar a nadie con el nauseoso efluvio de sus neguijones. Como por obcecarse – en más de una ocasión, hay que decirlo – en hacerme partícipe sobre el verdadero exponente de su preciso status social, esgrimiendo una y otra vez un carné que lo acredita como leguleyo del Colegio de Abogados de esta insigne ciudad.
 - Tu dirás lo que sea, pero insisto. Take care yourself ! Come.
 A ambos nos chifla, hasta arrancársenos las pajarillas, intercambiar las más sorprendentes y dispares impresiones en inglés. En verdad, no solemos encontrar quien se preste a ello.
 - Lo que yo necesito es otro hígado, uno nuevo – dice –. Además, el whisky no admite comida. Al menos no mientras. Acaso después, al llegar a casa.
 Y uno se pregunta, cual no es el caso de Diego, de quien ya dijimos que de un modo u otro lo disimula, ¿porqué siempre se pirra por contarte sus más íntimas confidencias del alma, por lo bajín, en voz queda las más de las veces, aquel que de veras adolece de algún influjo gástrico? ¿Acaso nadie los exhorta, hecho éste por ende bastante significativo, sobre la indispensabilidad sine qua non, si me apuran, para con una media distancia prudencial hacia el inmediato interlocutor?
 - Me acompañas, please, afuera, a fumar – alcancé a oírle, entre el álgido cloqueo del gallinero – y me lo cuentas.
 -¡No way! – ironicé – I hate smokers.
 Y como por descuido va y me lo enciende adentro, al lado mío junto al bar.
 Diego es así.
Que es abogado no cabe duda, su lenguaje lo delata.
Este alfeñique, de quien, bien por asociación de ideas bien por su llamativa melena negra y rizada, recuerdo el nombre a costa de Diego – el Pibe – Armando Maradona y a quien, asimismo, los excesos de la vida le han extragado la reputación, jugado una mala pasada y pasado factura, ya es un caso imposible, sin remedio, perdido.
 Pasa lo que es obvio: que ya no ejerce, ¿como va a ejercer el pobre diablo con las moñas que se coge?
 - Además – le advertí, apuntándolo acto seguido con mi dedo acusador, según las pautas de mi humor sardónico – me repatea ser considerado plato de segundas. Primero te me escabulles por ahí, como la gallina sin nidal – nada más a huevo, pues esto sigue antojándoseme un bullicioso gallinero –, despuntando de flor en flor y a salto de mata, departiendo con el uno y con la otra carcamal, demacrada y decrépita, como nosotros perdonamos, y al final, cuando el resto te ha evitado y dado calabazas, vienes aquí, a mí, en busca de mi concordia y deferencia. ¿O?
 - Que no. Que no como nada, te digo, y menos de aquí – insiste.
 - Mira Diego, quien busca el mal por su cuenta al infierno vaya a quejarse. Yo lo digo por ti. Comer o no comer, this is the question. Por lo demás, a mí como si te la pica un pollo.
 Diego es – o mucho me temo que debiera decir era – la caraba y el no va más a la contina. Un tanto esmirriado, eso sí, y enclenque. Un elemento digno de estudio. Diego fue un caso superfragilisticoespialidoso. Diego llevaba el programa, el sacro manual de su exquisita educación a rajatabla, hasta las últimas consecuencias, intrínsecamente. Vaya si sí. Pues, aduro encendió aquel pitillo, recibió una suerte de reprimenda a guisa de rapapolvo del muy presto diligente dependiente, todo prodigio él, que al bueno de Diego lo dejó patinando en seco. Y hasta la fecha, en que aquel “medita-fuso” fumador patético juró y perjurole al muy sabiondo del camarero no volver a pisar aquel – este – garito never again; cruz y raya, urbi et orbi, por las tristes barbas de Merlín, las cenizas veneradas de su madre y para los restos de su misérrima vida depauparada, así lo partiera un rayo.
 Razón por la cual se es más preciso contextualizándolo conforme a un “era” en vez de con un es, a tenor de las circunstancias. Pues hasta en eso ha sido Diego un consumado bebedor de whisky a carta cabal, toda vez que, palabra de honor, no se le han vuelto a ver sus inconfundibles bucles del pelo por este tugurio. Solo espero que no me reproche el hecho de haber declinado tal sugerencia, la de acompañarle a fumar, a la entrada y que me redima si acaso no estuve a la altura, por cuánto que no pude por menos de darle un pellizco de razón piadosa al descerebrado del camarero.
 Con todo, no ha sido el (¿amigo?) Diego, de cuyo nombre apenas si consigo acordame gracias a que soy un irremediable futbolero y a costa de su otro estereotipado “pelotudo” calavera, el que aquí me trajo. Sino otra de mis lóbregas intrincadas especulaciones, cuya intríngulis rumio aquí, ahora, no tan sólo y conmigo mismo como entre el alboroto del gallinero, en mi rincón del bar de siempre. Sino por aquella cuestión que ya entonces tuve la (¿hemorragia de placer?) de argumentar, dentro y fuera del contexto mismo, por si cupiera la posibilidad de arrojar algo de luz, con Diego el melenas, capricho de las nenas, alias el Puntilloso, a esta peliaguda martingala.
 - C'est fini. Cruz y raya, lo juro. No piso más este putiferio – había dicho.
 - Venga, no me seas caprichudo. Pasa del tema – hube de atajar.
 Y me tendió la mano, por supuesto, cordialmente, como muy de él cabía esperar, en plan despedida.
 - A ver – le dije, intentando ganar tiempo –, que tú desaires la comida no quiere decir que otros lo hagan. Mira, por ejemplo, como se ponen morados aquí, aquí nuestros más inmediatos concomitantes. ¿Colombianos, me dijo?
 Inconfundibles. Dos jóvenes guachinagos y sus respectivas parientas.
 - Observa e instrúyete – proseguí, a fin de disuadirlo con mi argucia –: cuatro Martinis. Cuantro euros. Pinchos para cuatro. Y otros cuatro pinchos de balde, and replay, and replay again. Y hale, la casa por la ventana. ¿Dónde está la ganancia, matarilerilerile? ¿Dónde está la ganancia, matarilerilerón chimpón? ¿En el fondo del mar? ¿Has visto la pipa que lleva el nota como carátula en el móvil? ¿Una Whalter? ¿Y tú me lo preguntas? Poesía eres tú. Además, ¿sabes qué te digo?, que ves menos que Casimiro Miranda; aquél bizco que tenía una bella vista en Altamira.
 Pero ni con esas.
 Se fue. No sin antes despedirse entrañablemente de mí, llevándose consigo su estricta educación, su firme disciplina. Dejándome allí, entre el compadreo de aquella peña, de aquel gallinero embaucador y disoluto. Cuanto más que ahora, al vívido vacío de su descorazonadora ausencia, al puro teatro de la propuesta colombiana, la parafernalia, al gallinero este y la caterva toda reburujada, todo milonga, las churras con las merinas, el Martini para cuatro, pinchos de balde y a tutiplén, a saber el motivo, hay que añadir el toque mágico de este inquietante escuálido ruso que recién me acaban de presentar.
 ¡Apaga y vámonos!
 ¡Tú si que sabes, amigo Diego! Habrá que ir pensando, y muy seriamente además – si no en cambiar de ciudad – sí en cambiar de hábitos; de garito.

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